lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo I

DUNCAN


Ahí estaba Thais: majestuosa y antigua. Duncan no era alguien muy versado en historia, pero  estaba seguro de que esa debería ser la ciudad más vieja de todo el mundo conocido. Pero al fin y al cabo, sólo era un mar de piedras amontonadas que descansa sobre una alcantarilla llena de ratas. Además de Venore, que era el puerto más importante de todos, el de Thais era el segundo con más fluidez económica, lo que atraía principalmente a un séquito hambriento de ladrones y comerciantes cuyos modos de operar muchas veces eran tan similares que a Duncan le costaba diferenciar a unos de otros. Quizá, pensaba, la principal diferencia era su habilidad con el uso de las armas cortas. Mucho se dice de Thais, pero los ojos de Duncan nunca le han mentido y ahí, en ese muladar, había visto a decenas de borrachos con lengua de pirata y las manos más ágiles a la hora de emplear un puñal, tanto que hasta los jóvenes de doce o trece años parecían prodigios. Para los habitantes era algo muy normal, parecían estar enamorados de los puñales y dagas. Cruzar las calles de Thais durante la madrugada era la mejor manera de perder hasta las botas, ganando exclusivamente una rajada en la barriga y los habitantes eran déspotas. Nadie se tomaría la molestia de llevarte a recibir atención médica.
            De todas las entradas, la del este era quizá la peor de todas, pero no le importaba. Ahí había exceso de vagabundos y la peor escoria de toda la ciudad, pero por fortuna eran silenciosos y como a nadie, a excepción de Duncan, le gusta caminar entre la basura, no tuvo problema en tomar esa ruta. Junto al arco de enormes piedras que formaban la entrada, había dos mantos de agua: el de su izquierda era el más pequeño, había una reserva de agua estancada y putrefacta que los usaban los habitantes para regar los escasos jardines dentro de la ciudad. Separada de esta por apenas cinco brazadas de puente de piedra maciza, estaba el final de una de las cloacas de Thais. En Thais vivías bien si eres rico y para Duncan la diferencia siempre había sido evidente: estaba la nobleza y todos los demás, excluyendo a lo mucho a un puñado de comerciantes morbosamente ricos. Había dos ríos que delimitaban la ciudad: El río del norte era regio y delicado, era el que usaban el Rey y su corte para bañarse y en el que las alcantarillas desembocaban su mierda real en el mar. El del sur, mucho más amplio e imponente, era usado como baño público por el resto de la ciudad.
            Cruzó la puerta sin encontrar al guardia, probablemente estaría borracho u orinando por algún rincón de la torre de vigilancia. La imagen del resumidero no lo abandonó mientras cruzó las empedradas calles, tenía que evitar las calles que llevaran al Almacén, pues estas estaban atiborradas de ojos curiosos y Duncan no quería llamar la atención. A juzgar por la iluminación era casi medio día, tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a su compromiso con Ib Ging.  
            Dobló una esquina, pero regresó su paso, pues escuchó a un bardo cantar una epopeya que Duncan odiaba, se llamaba El sol que besa mi puerto, cuya letra era una oda a la ciudad de puertos de oro y arena de plata. A Duncan no le habían enseñado a mentir. Aunque fuera un nido de ratas, tenía cierto encanto por una ciudad en la que todo tipo de aventuras podían iniciar, pero se rehusaba a mentir o a eschchar mentiras sobre ella. «¿Quieren conocer la verdad? Pues canten sobre adictos ocultos en cada callejón, ladrones bajo las baldosas, sombras de sicarios, que por una botella de licor son capaces de intentar cortar cualquier garganta». Pero no conocía a ningún bardo que cantara las cosas como son. Se apresuró rumbo al castillo, tomando un atajo por una trastienda que solía estar vacía. Aunque a muchos les hubiera puesto nerviosos caminar por ahí, Duncan estaba preocupado en absoluto, pues cargaba su arco y los ladrones no eran tonto y apreciaban su vida. Nunca robaban a guerreros que mostraran sus armas y llevaran las manos en los bolsillos. Además, no tenía nada que les pudiera servir, sólo cargaba su arco y nadie en su sano juicio sería tan tonto para intentar arrebatárselo. El poco oro que tenía, se lo había entregado a Jarcor Rivench, quien había zarpado rumbo a Puerto Esperanza, junto a Gardenerella. Guardó únicamente lo necesario para el viaje a pie y a caballo desde Venore a Thais. Estaba ansioso por alcanzar a Gardenerella y a Jarcor en el Árbol. Probablemente en un par de días más ya esté recostado en su hamaca del Jardín del cielo.
            Caminaba pensando eso, pero el silencio entre los callejones de una ciudad tan ajetreada siempre era perturbador, porque sabía que bajo ninguna circunstancia debía estar solo, siempre había cientos de ojos expectantes y apresuró el paso para salir de ahí cuanto antes.
            Y eso hubiera hecho, hasta que escuchó una voz femenina pedir auxilio. En cuanto lo escuchó, se detuvo en seco y cerró los ojos. Respiró profundamente y caminó rumbo hacía la voz. Muchas veces se había sentido avergonzado de seguir sus reglas, pero nunca en una situación así. Sabía que no debía meterse en ningún atraco, era también parte del trato tácito, pero una damisela en apuros siempre será una damisela en apuros, así que Duncan, deslizó el arco por su espalda y cogiéndolo del cuerpo con su mano izquierda apresuró su trote. Un sujeto flacucho y sin camisa había acorralado a una niña de diez o doce años. En el suelo yacía una bolsa abierta con fruta y hogazas de pan desparramados alrededor suyo.
            —Una moneda, de lo que sea ¡pero dame aunque sea una, dámela! —Exigía el sujeto, demasiado intoxicado para darse cuenta de la presencia de Duncan, quien llegó corriendo y asestó una patada en la cadera del ladrón, fue tambaleándose un par de yardas y terminó cayendo al suelo, golpeándose la cabeza. Duncan sujetó a la pequeña por los hombros, cuando sintió una calidez  viscosa que él conocía muy bien. El cabello de la niña no le había permitido darse cuenta de que el ladrón le había alcanzado a dar un corte a través de la cara. El sujeto estaba boca arriba como una tortuga, luchando por levantarse. Duncan sostuvo el arco con su mano izquierda, sacó una flecha de su carcaj y tensó la cuerda.
            —Niña, huye —ella estaba agachada, lloraba en silencio mientras se apresuraba a meter lo más que pudiera en la bolsa antes de salir huyendo. El disparo fue apresurado pero preciso, la flecha se clavó justo en la entrepierna del borracho, quien comenzó a revolcarse de dolor y a gritar tan fuerte que seguramente lo escucharían varias cuadras a la redonda. El riesgo había aumentado significativamente, pero se había sentido tan bien el dejar sin  a un criminal de tan poca monta que no le importaba.
            Sólo dejaron atrás un par de cebollas, pero esperar un momento más hubiera significado tener que enfrentarse a todos los ojos que se habían cansado de ver y con gusto acudirían al llamado de un amigo, para robar, aunque sea la flecha que tenía clavada en los huevos.
            Duncan había seguido a la niña, quien se dirigía en rumbo contrario al castillo a  toda prisa.
            —Espera niña —la cogió y esto hizo que se le cayera una hogaza de pan de la bolsa, ella la recogió enseguida. La sangre en su cara se había secado, por fortuna la herida no era muy profunda y seguramente pronto sanaría, dejando sólo una discreta cicatriz detrás. —No puedo alejarme tanto, se supone que debo ir al castillo, ¿te molesta si de aquí sigues huyendo tú sola?
            —¿Eres de la realeza? —Preguntó la niña, abriendo los brillantes ojos negros.
Duncan negó su cabeza, dejando ver cierto orgullo, lo que decepcionó un poco a la niña y a Duncan en consecuencia.
            —No, no. Por fortuna no soy de la realeza. Soy un guerrero. ¿Cómo te llamas, pequeña?
            —Me llamo Lorelí, muchas gracias por haberme ayudado —la niña, miraba a su alrededor, como esperando el momento preciso para irse.
            —Vaya, parece que rompí tus expectativas. Siento no ser un rey, niña, pero tú tampoco pareces una princesa. Para la próxima vez que pidas auxilio aclara que sólo buscas gente de la realeza, así idiotas como yo no nos tomamos la molestia de ayudarte.
            —Lo siento, no era mi intención ofenderte. Es sólo que pensé que..., mejor dime, ¿cómo te llamas?
            La miró un tanto desconfiado, pero respondió de mala gana.
            —Muchas gracias, Duncan... —ella guardó silencio y miró al callejón por el que habían venido.
            Duncan también había escuchado: había gente acercándose. Corrieron en la misma dirección, pero los pasos cada vez se escuchaban más cerca.
            —Niña, espera. Quiero asegurarme por dónde vienen y cuantos son, no quiero que nos los encontremos —dejó su arco en el piso y se colgó de una viga para subir al dintel de una ventana, luego escaló un poco más hasta llegar al techo de una de las casas. Eran más de diez repartidos en dos grupos, estaban mucho más cerca de lo que él hubiera creído: a la vuelta de la esquina. Cuando miró hacia abajo para advertir a la niña, ella ya no estaba. Rápidamente buscó su arco y no encontró nada sobre el barril. Maldijo a la ciudad y corrió por los techos en búsqueda de la niña,  iba tan rápido como podía entre tejas podridas, techos de palma o paja sola. No había rastro de la niña por ningún lado. Pudo ser que se hubiera escondido en la alcantarilla, y si había sido así, no habría manera de dar con ella. Sin su arco, era presa fácil de cualquiera. Aun cargaba un puñal en la cintura y podría usar la punta de sus flechas para cegar a cualquiera, pero sería un riesgo terrible acercarse tanto a ellos.
            —¡¡Ahí está!! –Las voces desde abajo estaban muy cerca de él. Alguien le lanzó una pedrada y le pegó justo en la sien izquierda, mareándolo un poco pero sin llegar a derribarlo. El castillo estaba a tres o cuatro calles de distancia. Respiró profundamente y cerró sus ojos, musitó unas palabras casi en silencio y abrió sus manos en pos de sus pies, que se iluminaron con un resplandor azul casi invisible. Inmediatamente sintió la ligereza en su cuerpo y se echó a andar mucho más rápido y grácil. Saltaba entre las calles con apenas un considerable esfuerzo, sin embargo, no contó con que el mal estado de un techo haría que éste se rompiera en sus pies y Duncan cayera al cuarto de una casa de citas, donde tenían la cama ocupada.
            Se levantó tan rápido como pudo y se sacudió el polvo. Apenas los volteó a ver, se asomó por la diminuta ventana, sus perseguidores no parecían estar afuera. Se disculpó con la pareja y salió por la puerta a toda prisa. Bajó las escaleras y se encontró un par de niños que estaban sentados en la mesa, comiendo lo que parecía ser caldo de pollo, cosa que le recordó a Duncan que no había comido nada. Buscó la puerta del local y salió a toda prisa. No podía concentrarse para conjurar el hechizo nuevamente, era demasiado tiempo perdido, así que corrió tan rápido como sus piernas y pulmones le permitían sin ayuda de magias. Sentía cómo los músculos de sus piernas le quemaban y cada vez se movía más incontrolable. Por fin llegó a la calle que daba al castillo e intentó recuperar un poco el aliento, pero de inmediato retomó el paso hacia la entrada del castillo. Vio que el guardia estaba hablando con un sujeto muy bajo. Al acercarse, se dio cuenta que era el mismo Ib Ging, quien parecía que recién había llegado.
            —Amigo —dijo, dándole la espalda al guardia y le extendió la mano —es un enorme placer verte.
            —Ib —respondió Duncan, tomándolo de la mano—, verte me da más gusto del que imaginas —respiraba profundamente y miró atrás un par de veces antes de que el guardia terminara de hablar con Ib y los dejara pasar y los llevara, acompañado por otros guardias, hacia la habitación del trono.
            Era la segunda vez que  Duncan veía al Rey a la cara, y le daba lo mismo. No estaba emocionado ni cuando cruzaron las puertas internas y entraron al castillo mal llamado majestuoso. Si por él fuera, estaría dormido en la orilla de algún lago, tostándose la piel o perfeccionando la técnica del dibujo de flores, pero Ib le pidió explícitamente a él que lo acompañara al castillo. «Quiero que vayas conmigo, necesito que me ayudes a reunir información sobre alguien. No pierdas de vista al bufón. El Rey quiere verme para encomendarme una misión que es prácticamente un suicidio, y sospecho de que ese bufón tiene algo que ver en esto». Duncan odiaba éste tipo de tareas: intrigas, mentiras, conspiraciones. Aceptó, pero no sin antes proponer que tras desocuparse, pasarían al menos una tarde en la taberna de Hugo, ahora, sin su arco, le parecía que no había valido la pena el venir.
            Subieron las escaleras que daban a la sala del trono, éstas eran tan anchas que podían desfilar más de diez personas del tamaño Ab Muhajadim entrelazados de los brazos al mismo tiempo. La habitación real era ominosa hasta la vulgaridad. Cada pared parecía ser de oro macizo y estaba tapizada con representaciones heroicas de batallas pasadas que habían ocurrido en otras generaciones, todo esto seguramente serían exageraciones. Los de la realeza nunca pelean sus batallas. Colgaban blasones de seda de docenas de colores, cada uno con distintos escudos y nombres. Duncan no reconoció ninguna de las inscripciones de los antiguos linajes que estaban escritos ahí, pero admiró la precisión con la que habían hecho la tela y cada dibujo. Si bien, despreciaba el lujo, solía dedicarles mucha atención a las esculturas y cuadros que se encontraban palacios, bancos y templos. «Es lo único de valor que tienen esos edificios» solía decir.
            Ib, quien era un pie más bajo de él, iba por delante con paso ligero y apresurado, rodeando sobre todo a Duncan, caminaban estruendosamente tres guardias que los habían estado acompañando desde que cruzaron la entrada al castillo. Al llegar a una distancia segura del Rey, los guardias se replegaron y chocaron sus lanzas contra el piso.
            Recordó cuando vio al rey hacía cuatro o cinco años, pero su cara le parecía totalmente nueva y muy diferente a las pinturas y estatuas que hay por toda la ciudad. A su derecha estaba Bozo, el bufón que había mencionado Ib. Vestía un ridículo atuendo, parecía una paleta en la cual dejaron caer seis o siete colores aleatoriamente y batieron hasta el cansancio. Tenía el cabello rubio rizado como un nido cuervos, había teñido algunas partes de verde y su cabeza amorfa, se contorneaba continuamente junto con su cuello en un ir y venir de movimientos aleatorios que parecían divertir al rey. Al advertirlos, el bufón lanzó una carcajada pícara e hinchó su pecho. El Rey, miró a Ib y regresó el saludo inclinando su barbilla.
            —Arrodíllense —ordenó uno de los guardias. Duncan lo hizo de mala gana—. Frente a ustedes, Su Majestad, el rey Tibianus III, soberano gobernante de Thais y sus diversas colonias al rededor del mundo.
            Vituperearon de mala gana el  «Salve». Bozo se mantuvo firme, como un árbol viejo que no se dobla por el aire.
            —¡Mira cómo has crecido, hijo! —Evidentemente Ib no era hijo del Rey, o al menos eso creía Duncan. En estos años de ser amigos, había sido muy hermético con su vida previa al clan, por Ab Muhajadim sabía que la madre de Ib había muerto poco antes de que cumpliera los cinco años, pero nada más. —Ya pareces un adulto, Ib. ¿Acaso ya cumpliste los veinte? ¡Te haré llegar un obsequio maravilloso por tus cumpleaños pasados! —miró a un sujeto vestido elegantemente, que estaba sentado en la esquina de la habitación, con un libro entre las manos. Sin cruzar ninguna palabra, el sujeto asintió y se retiró de la habitación sin darle la espalda al rey.
            —No se preocupe por esas nimiedades, su Majestad —se puso de pie—. Mi edad, como bien lo sabe, Alteza, no es asunto al que le dedique un pensamiento durante mi día, aunque probablemente esté rondando los diecisiete. Agradezco el detalle para conmigo al interesarse por mí, sin embargo, no es por eso por lo que me ha llamado ¿verdad? —Ib miró a su derecha, donde se encontraba Duncan. Le hizo una señal con la cabeza y éste se levantó—. Él es Duncan, actual miembro y segundo al mando de Arakhné, está a sus servicios.
            Eso de «segundo al mando» era algo que Duncan nunca antes había escuchado, además del rol claro de líder de Ib Ging, no había otro cargo o distinción dentro del grupo.
            El Rey lo miró desconfiado. Acarició su enorme barba blanca y arqueó una ceja.
            —Sí, sí, uno de los responsables del último Gran Incendio. —El rey lo miró con desdén. —Dime ¿fuiste tú quien encendió la chispa que inició el incendio?
            Duncan negó con la cabeza.
            —Una completa lástima, me gustaría conocer al responsable. Tengo algo qué hablar con él, ¿te importaría decirle que se diera una vuelta, Ib?
            —Su Alteza, su Alteza —respondió Bozo, quien se acercó al Rey. —Recuerdo muy bien a este hombre y cara de pala. ¡Uff! Mi nariz todavía sufre por la ida a esa celda, y el olor ¡cómo apestaban! —fingió vomitar.
            Aquellos días fueron un desagradable pasaje para Duncan, pero no dejó que le nublara la mente. Se esforzó en guardar silencio. Sintió su cara ruborizarse y respiró profundamente. Ib mantenía su mirada al frente, alta y digna. Sentía la necesidad de mostrarse igual que él.
            —Inexacto, Majestad. Duncan estuvo involucrado, sí, pero indirectamente. Él fue apresado por otras causas distintas al Gran Incendio. Considero que no tiene caso discutir eso en este momento.
            —La verdad, Ib, es que esas razones me dan lo mismo, pero te repito, pídele al responsable que venga, quiero conocerlo —el Rey giró la cabeza y con un gesto de una de sus manos sacudió la idea y la arrojó muy lejos—. Pues bien, te diré, ya que insistes en darnos prisa: lo que necesito es un equipo fuerte pero no tan numeroso. Dime, desde que formaste el clan ¿cuántos más has reclutado?
            —Seguimos siendo los mismos, Majestad. Ocho y un miembro a prueba.
            —¿Nueve en total? ¡Pero sin son muy pocos! Creí que para este momento habrías reunido más delincuentes y serían un clan mucho más numeroso, creo que hice mal mis cálculos —se talló la barba larga y blanca—, no sé si sean los indicados para esta tarea...
            Ib lo miró sin parpadear siquiera. Duncan ya estaba harto del tono del estúpido Rey que tenía enfrente. Era tan patético como ver a un niño mimado.
            —Le aseguro, su Majestad, que si Arakhné tiene nueve miembros es porque nueve miembros necesita. No sé si seamos capaces de realizar la tarea para la que nos ha llamado, puesto que no la conozco, pero soy bastante consciente  de las capacidades de la gente que me rodea y conozco muy bien sus alcances y límites.
            —No seas tan serio, Ib. Si te ofendí, créeme que no era mi intención. Es sólo que esta misión es un tanto distinta, necesito muchos hombres, pero no demasiados. No puedo enviar a mi ejército en ese lugar, se hablaría mal de mí. No quiero que aquella vieja bruja arme un alboroto con los elfos de Ab’dendriel ni con los enanos de Kazordoon otra vez. —Miró pensativo. —Mis estrategas me dicen que al menos veinte hombres pueden llevar a cabo esa tarea, se trata de una infiltración. ¿Tus nueve guerreros pueden cumplir esa función?
            Ib no se inmutó. Respondió enseguida:
            —Le repito que desconozco los detalles de la misión, así que me abstendré de responderle. Hablemos pues de los detalles y por supuesto, del precio. ¿Le parece, su Majestad? Esto es una verdadera pérdida de tiempo.
            —Por supuesto —el Rey soltó una carcajada nerviosa. Duncan, quien estaba atento a cada movimiento del bufón, se percató de la sorpresa que esta respuesta le causó Bozo. Conocía bien esa cara tan propia de los que son incapaces de disimular la envidia—. Pero hagámoslo en un lugar más privado. Bozo ¿por qué no llevas a este valeroso guerrero que se refresque? Vamos, ofrécele un poco de nuestro vino, que sea del mejor.
            —¿Seguro? ¡Pero, su Majestad! Sería mejor idea tirarlo al suelo que darle un sorbo a este animal ¿no le parece?
            Otra vez sintió cómo se congestionaba su cara del coraje, pero mantuvo la compostura. El Rey se echó a reír pero se corrigió enseguida y le indicó violentamente al bufón que se fuera. Ib miró a Duncan y en silencio le agradeció su compostura.
            El bufón se acercó al arquero haciendo movimientos imprecisos y bobos. Le pidió que lo siguiera. Duncan esperó a que se alejara un poco  y comenzó a seguirlo, atento a cada paso que daba.
            Cuando descendieron las escaleras, miró el rostro del bufón que había perdido su sardónica risa y su rostro ahora era más inexpresivo que el color blanco.
            —Discúlpame por lo de hace rato —su voz era seria y pausada—. Al Rey le fascinan mis burlas de todos los que están frente a él, entre más alto sea su rango más lo disfruta. Por supuesto que me reprende frente a ustedes, por mera apariencia, pero en secreto lo celebra. Le gusta dejar claro que todos son objeto de sus burlas. Yo soy su herramienta. A mí se me facilita desquiciar y burlarme de las personas. Además, me paga muy bien por ello ¿no te parece que es un gran trabajo?
            Duncan no entendía por qué el bufón le contaba eso. Incluso le molestó el tono tan jovial con el que estuvo hablando todo el camino a la cocina. Cuando entraron, cambió su postura y de inmediato buscó a una criada como un marinero busca una isla a través de un telescopio, cuando dio con ella se le acercó y de un tiró le rasgó la falda celeste:
            —¡Corre, corre, sucia criada! ¡Trae una botella de vino para este fino caballero y... su bufón! —señaló a Duncan—. ¡Pero corre! ¡Si tardas demasiado te cortaré la cabeza con el hueso de un jamón!
            La criada al ver su falda rota lo miró con impotencia pero sin miedo. Era evidente que él no decidía quién perdía la cabeza y quién no.  Parecía que a nadie en el castillo le hacían gracia las payasadas de este sujeto, excepto, claro, al Rey. Cuando la criada salió de la sala la voz de Bozo volvió a cambiar a ese inexpresivo matiz.
            —Gran tipo ese Ib, ¿eh? Pero no creo que les asignen la misión, le advertí al Rey que le avisara que mejor no se viniera. Cluster está mucho más preparada que ustedes para esa clase de tareas, no me lo tomes a mal, pero es la verdad. Zapatero a sus zapatos. Pero no te deprimas, no me olvidaré de ustedes y cuando el Rey necesite alguien que pueda robar cerdos o quemar graneros, le recordaré sus valerosos nombres y por supuesto, el de su valiente clan: Akurecne.
            Duncan no quiso responder nada. Miró hacia la puerta en la que había salido la criada hacia unos instantes. Después de seguir caminando, el bufón lo miró de nuevo:
            —Eres callado, ¿eh? No tienes por qué serlo. Soy de confianza, ¿no te parece? Ib y yo somos viejos conocidos, casi amigos. Nos conocimos desde que era aún más pequeño y venía a aconsejar al Rey sobre asuntos de seguridad. ¡Qué extraña imagen era! El Rey, un viejo gordo a punto de morir aconsejándose de un joven mercenario de doce años. ¡Una verdadera joya para los pintores!
            Duncan, que ya estaba harto de escuchar hablar a ese maldito bufón se levantó de un golpe y se fue al otro lado de la habitación. Bozo lo siguió, calmado, con paso suave y silencioso. Dunk estuvo a punto de tomarlo del cuello del traje, pero entró la criada y la cara del bufón volvió a ser tan ridícula como cuando había alguien más presente. Se sirvieron dos copas de vino en la mesa. Bozo se apresuró y tomó ambas, le llevó una a Dunk, y éste se la arrebató de la mano.
            —¡Salve el Rey! —propuso el bufón a manera de brindis.
            El arquero se la bebió de un golpe sin quitarle la mirada de encima a ese idiota vestido de payaso. El vino era delicioso pero este sujeto frente a él le impedía disfrutarlo.
            —Te llamas Duncan, qué nombre tan extraño. Tienes aspecto de ser costeño ¿me equivoco? Vamos, habla ¡quiero saber de dónde eres! Apuesto una botella de este vino a que reconozco tu acento.
            Nunca lo dejó de estudiar. Nunca perdió la calma. Sin importar la cantidad de provocaciones que recibiera, Duncan se mantendría en silencio.
            Por fin entró Ib a la habitación, venía completamente solo. Bozo lo saludó pero éste lo ignoró. Miró a Duncan y le indicó que era momento de irse.
            Salieron del castillo a toda prisa. Caminaron por la orilla del río rumbo a la taberna de Frodo. Ib Ging se estaba calando un par de guantes negros cuando Duncan preguntó:
            —¿Y bien? ¿Tenemos el contrato?
            —No. No es una tarea para nosotros.
            —Qué gusto. No quisiera tener que volver a ver a esa gente, nunca más.
            —Te entiendo. A mí tampoco me gusta hacer negocios con Tibianus, pero la paga siempre es muy buena y ya sabes que la necesitamos. Incluso esta vez, con lo que me ofreció pude haber contratado a más de mil mercenarios, pero era inviable, otros se encargarán de eso. No es tarea para Arakhné.
            —¿Cluster?
            —¿Te lo dijo Bozo? —Dunk asintió—. Ya me contarás lo que viste y oíste. Gracias por acompañarme.
            —Entre más rápido mejor, quiero olvidar pronto este mal sabor de boca. Aunque no puedo negar que el vino del rey es delicioso. ¿Puedes conseguirnos un par de botellas?
            —Tienes razón, el vino es exquisito, no pude probarlo esta vez. Le pediré que nos envíe dos barriles al Árbol, a manera de compensación por este infructífero viaje.
            —En varios momentos creí que lo harías enojar —dijo Duncan, llevándose un pan a la boca.
            —El Rey disfruta de las provocaciones, ni yo mismo sé cuándo se me saldrán de las manos. Supongo que he tenido suerte hasta el momento.  Es el bufón el que me saca de quicio, pero él ha sido la mascota del Rey desde que tengo memoria. Se cuenta que han visto desfilar por el palacio más de diez reinas pero sólo un bufón ha estado a la derecha del rey desde siempre.
            —Ese tipo es un idiota. Casi me amarga la copa de vino con su presencia y su maldito brindis.
            —¿Te sirvió un copero?
            —La criada.
            —¿Bozo tocó tu copa antes de que la bebieras? —Preguntó Ib.
            —Sí, ¿crees que la envenenó?
            Ib miró la calle empedrada e hizo una mueca pesimista.
            —Esperemos que no, Duncan.
            Ambos siguieron caminando hacia la taberna de Frodo, donde el vino no era tan exquisito, pero para Duncan la compañía de los ladrones de la ciudad era preferible a la de sus asquerosos dirigentes.
            —¿Dijo que éramos amigos? ¡Si apenas lo soporto! Nunca he podido confiar en él. ¿Quién en su sano juicio querría dedicarse a hacer reír a los demás a costa de sí mismo?
            —Es uno de los métodos de supervivencia de los más débiles. De las ratas sin honor.
            —Qué curioso que uses esa palabra. Tengo la impresión de que Bozo es más rata que bufón.
            —Pues el Rey tiene a esa rata muy cerca de la cabeza, y no deja de llenarlo con susurros. Y una rata nunca susurra palabras inocentes.
            Ib no respondió nada, como si fuera un tema bien conocido por él. Duncan bebió un trago al espumoso y helado tarro de cerveza, su garganta se refrescó y las burbujas le quemaron, pero esa sensación siempre era agradable
            —¡Salud! —dijo Duncan al terminar, con un bigote espumoso bajo la nariz.
            —Salud, amigo —Ib levantó su taza de leche helada.
            —¿Y ahora? —dijo al dejar el tarro en la mesa con un golpe estruendoso.
            —Ahora, esperamos. Dentro de quince días comenzará el otoño. Todos deberían estar a punto de partir hacía el Árbol.
            —¿Cuándo partimos nosotros?
            Ib Ging se concentró en la taza helada y se la bebió de un golpe. Apretó su cara y miró al techo mientras le lloraba el ojo izquierdo. Parecía como si se le hubiera congelado el cerebro.
            —Tú puedes irte cuando quieras, yo necesito quedarme siete días —dijo unos instantes después de recuperarse—, sospecho que a estas alturas Constanza ya debe de tener un par de espías infiltrados aquí —su ojo seguía llorándole—. Quiero encontrarlos antes que Tibianus y como están las cosas, un viaje a Carlin ahora mismo me tomaría casi una semana.
            —Me puedo quedar a ayudarte. Lo encontraremos antes —hizo una pausa—, y puedo aprovechar para encontrar a la niña que me robó el arco.
            —¿Qué? ¿Una niña robó tu arco? ¿El élfico? —Ging lo miraba incrédulo, luego sacudió su cabeza. —No, mañana al amanecer, él tiene que vernos a ti y a mí subirnos al barco rumbo a Puerto Esperanza —con sus ojos señaló disimuladamente a un sujeto obeso sentado en la barra, que parecía estar muy interesado en su conversación.
            No se volvió a hablar más del tema durante esa tarde. Duncan pensó en relatarle cómo le habían robado el arco, pero la historia le pareció penosa. Bebieron un poco más, hasta que un viento cada vez más fresco les comenzó a helar la piel. Salieron rumbo al hostal donde tenían una habitación reservada.
            Caminaron por una calle no tan vacía, pero Duncan no dejaba de estar tenso por lo que había pasado en la mañana, recordó las cebollas que habían dejado atrás:
            —Lorelí —dijo Duncan, de pronto—, la chica que me robó el arco se llama Lorelí.
            —Qué nombre tan bonito para una ladrona, pero así son las cosas aquí. Dunk, tengo que mear —Ib  miró a su alrededor—, catorce días, no quince. La reunión es en catorce días—  y luego corrió hacia un edificio en ruinas, se escondió detrás de un muro de escombros. El chorro de orina contra la piedra se escuchó en todo el callejón. Cuando terminó, el sujeto que se aproximó a Duncan tenía el mismo atuendo que Ib, la misma estatura y hasta el mismo color de piel, pero quien realmente lo conociera, hubiera distinguido la diferencia de sus rostros en un instante.
            —Vayamos a dormir.

            Duncan no quiso responderle ni volvió a abrir la boca en los días que duró el viaje a Puerto Esperanza.

Capítulo I

DUNCAN Ahí estaba Thais: majestuosa y antigua. Duncan no era alguien muy versado en historia, pero  estaba seguro de que esa debería ...